Martes 21 de septiembre de 2010
La eterna sonrisa de Tony Blair
Carlos Fuentes
Para LA NACION
Para LA NACION
LONDRES.- Nada altera la permanente sonrisa dentífrica de Tony Blair.
Como un anuncio de la pasta Colgate, el antiguo primer ministro
británico se ríe del mundo. Ha publicado su libro de memorias, A Journey , en el que les sonríe a todos los aspectos de su vida, tanto la privada como la pública.
Admite, sí, que en privado puede acosar de manera "animal" a su
complaciente y, acaso, sufrida esposa. Puede, debido a la tensión de su
cargo, beber más de la cuenta. Y en el cargo mismo, debe tolerar a su
canciller del Tesoro y eventual sucesor, Gordon Brown, porque es
indispensable, aunque intolerable en el trato. No toma las llamadas de
Brown; preferiría "un taladro eléctrico insertado en la oreja". Pero se
muestra increíblemente débil ante Brown, como si no tuviese, en tanto
primer ministro, otras opciones, y cuando, después de frustrarlo con
promesas electorales incumplidas, al cabo le cede el paso, es sólo para
desacreditarlo como un sucesor fallido, incapaz de seguir la exitosa
ruta de Blair, quien se retira del cargo para acumular, en un par de
años, una fortuna, sin duda merecida, como conferenciante internacional y
consultor de bancos y de gobiernos africanos. Adquiere, además, una
casa de campo por casi seis millones de libras.
O sea: está fuera del circuito común y corriente de la ciudadanía a la que dijo representar. Las memorias de Blair son ilustrativas de un hecho a menudo disfrazado. Blair no necesitaba a la ciudadanía para gobernar. La necesitaba para adularla a la hora de las elecciones, retirándose, enseguida, a un mundo del poder donde lo peor que se puede hacer es hacerle caso al ciudadano. Los asuntos del poder se plantean al nivel del poder mismo, sin ningún contacto con el elector.
Pocos aspectos del gobierno de Tony Blair demuestran esta lejanía autosuficiente mejor que la relación de su gobierno con el de George W. Bush en Estados Unidos. En una de las muchas contradicciones sentimentales de sus memorias, Blair refrenda la validez de su intervención, a lado de Bush, para derrocar a Saddam Hussein en Irak. Deplora, enseguida, la "pesadilla" que siguió a la invasión y ocupación de Irak porque no "anticipó" el papel de Al-Qaeda en la región.
Asombrosa declaración de fingida ignorancia. El atentado a las Torres Gemelas de Nueva York. El terrorismo constante de Al-Qaeda en la región. Nada de esto era atribuible a Saddam y a Irak. Por el contrario, Saddam era enemigo mortal de Al-Qaeda y de todo terrorismo que atentara contra su poder. Enemigo, además, de los ayatollahs iraníes, Saddam fue aliado de Occidente contra Teherán. ¿A qué hora, pues, se convirtió en el enemigo a invadir y destronar por el delito de poseer armas de destrucción masiva? La invasión anglo-norteamericana demostró que las tales armas no existían. Blair alega que, más tarde, Saddam pudo tenerlas. Dudoso, si se piensa que Hans Blix y la ONU tenían una operación permanente de vigilancia en Irán.
Entonces, puesto que Saddam no tenía armas letales, la justificación invasora a posteriori fue que era un dictador. No ruborizo al lector evocando a todos los dictadores apoyados por los gobiernos estadounidenses. Tan sólo en América latina, bastaría recordar a Somoza, Batista, Trujillo y, tras la caída de Allende, a Pinochet, y tras la caída de Arbenz, a Castillo Armas. La oposición a las dictaduras no aparece en el temario de la política exterior anglo-estadounidense. Se trata, entonces, de un desnudo ejercicio de poder, brutal, irracional, sin más propósito que el de demostrar la fuerza.
Alegrémonos: Blair revela que el vicepresidente Dick Cheney, moderado por Bush, deseaba emprender una guerra generalizada contra el Medio Oriente a fin de imponer la soberanía política de Washington. Cheney: un famoso cobarde que evitó el servicio militar en Vietnam y se escondió detrás de las faldas de su anfitriona cuando por error les disparó a las posaderas de otro cazador.
Sí, hay algo ridículo en estas memorias que con invariable sonrisa presenta Blair. Nada se la borra. Entra a sus presentaciones, sonriente, por la puerta trasera. Debe cancelar, sonriente, la presentación de su libro en Londres. Vuela, sonriente, a Washington en su papel de mediador de paz en Medio Oriente. Le dona su adelanto de autor, siete millones de dólares, a la Legión Británica de los militares; con gran dolor, pero sin perder la sonrisa, Blair les ofrece "dinero sangriento", al decir de las familias de los soldados muertos en Irak.
Creo que en la política abundan la desfachatez, el autoengaño y la mentira. Pero jamás con una sonrisa tan dentífrica como la de Tony Blair.
© LA NACION .
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