Lunes 30 de septiembre de 2013 |
Los
argentinos venimos pensándonos con asombrosa intensidad. Los artículos y
ensayos que se esmeran en describir conflictos, enigmas y sorpresas son
copiosos. Algunos de esos trabajos deslumbran. Pretenden encontrar
explicaciones de lo inexplicable. Algunos siguen insistiendo en el
progreso de nuestra nación y otros en su espantosa decadencia. Pero
todos contribuyen a mantenernos entretenidos. En la última década -que
el oficialismo califica sin tartamudeos de "ganada"-, se han producido
hechos, conductas, estigmas y contradicciones que le confieren una
especial coloratura. Cada década tiene lo suyo, es verdad, pero la que
ahora culmina goza de rasgos desopilantes.
Como ayuda para entenderla puede recurrirse al flamante libro de Pablo Mendelevich, titulado El relato kirchnerista en 200 expresiones
. Se trata de un original diccionario con referencias agudas,
documentadas y hasta humorísticas que pintan un fresco grandioso de esta
década, a la que no hesito en proclamar como burda.Los "aplaudidores", por ejemplo, son quienes teatralizan patéticamente la sumisión acrítica. Pocas similitudes pueden encontrarse fuera de brutales dictaduras. Estos individuos son convocados para exhibirse como una claque en las presentaciones públicas de la Presidenta. Constituyen parte fundamental de la puesta -aclara el autor-, porque se presentan a la vista de todo el país, junto a la líder, pero más abajo que ella, mostrando un regocijo que les produce no estar habilitados en ese momento, ni antes ni después, a otra cosa que escucharla, aplaudirla y celebrar sus descalificaciones, chistes o reprimendas a terceros como simples marionetas. La mayoría de ellos son funcionarios públicos o personalidades de alto nivel cuidadosamente seleccionados. Horas antes, pero sin demasiada antelación, cada uno recibe un llamado de la Presidencia para informarle el lugar, salón y hora. Los potenciales participantes, incluidos empresarios, actores, banqueros, sindicalistas e invitados especiales, saben que no deben excusarse o anteponer otros compromisos, porque nada hay más importante en este tiempo de la Argentina que aplaudir a la Presidenta. Su ausencia, además, puede acarrear una sanción inolvidable.
Mendelevich añade -sigo su impecable texto- que se inyecta adrenalina a cada ocasión porque rara vez los convocados conocen el motivo del acto al que van. Su misión es sentarse y aplaudir, festejar a la Presidenta, hacerla sentirse una diosa. A razón de cuatro o cinco por semana (a veces son dos y hasta tres en el mismo día), los actos presidenciales se ajustan a una prolija organización, que no sólo prevé la selección de cada asistente, sino su ubicación dentro del salón. Aunque no reciben indicaciones previas de cuándo golpear las palmas, el fraseo de la oradora funciona como marcador. Cuando CFK enfatiza ciertas palabras o una cifra o porcentaje, aplica un rallentando : significa que lo que dijo merece descerrajar un aplauso intenso. Ella retomará el hilo repitiendo tres veces el comienzo de la siguiente oración, como si quisiera que el auditorio volviera a guardar silencio, pero no debe cometerse entonces el error de abreviar el aplauso en curso: la Presidenta necesita superponer su voz con el aplauso porque su propio silencio la incomoda.
Si ella hace un chiste o simplemente descalifica a alguien en forma sarcástica o mordaz -ya sea un ministro o el empleado de una inmobiliaria, o incluso alguien presente-, se espera que los aplaudidores rían de buena gana. Ocasionalmente pueden sonreír con gesto aprobatorio en la parte amesetada del discurso, cuando no aplauden ni ríen, y gesticular diciendo que sí con la cabeza, pero eso exige prestar atención al contenido para evitar que la algarabía aparezca superpuesta con una frase en la que la oradora expresa solidaridad con la víctimas de una tragedia en África (con las tragedias locales no hay riesgo porque, salvo que el Estado haya sido ajeno, lo que nunca sucede, ella evita toda mención). Ya se sabe que en el momento en el que la Presidenta quiebra la voz para recordarlo a Él corresponde un aplauso fervoroso, de máxima potencia, mantener el rostro compungido y los labios apretados hacia dentro.
También Isabel Perón disponía de aplaudidores grotescos que celebraban con frenesí sus oraciones sueltas de almibarada puerilidad. Con CFK, sin embargo, esta fauna adquirió escala industrial como mecanismo disciplinador. Representa la obediencia ciega e indigna que funciona, paradójicamente, en una democracia. Y que daría vergüenza en otra parte.
Como expresión recurrente de la política argentina, Mendelevich dedica unos sabrosos párrafos a la frase: "No sabía nada". Merece una exacta reproducción que ofrezco de inmediato. Eduardo Duhalde no sabía cómo era Néstor Kirchner, a quien llevó a la presidencia; dice que si hubiera sabido no lo recomendaba. Gustavo Béliz, primer echado del Gobierno, no sabía que Néstor Kirchner era un maltratador y que no le interesaba reformar el fuero federal, pero así lo denunció cuando dejó de ser ministro de Justicia. Alberto Fernández no sabía que CFK, a quien él promocionó para la presidencia como un cuadro político extraordinario, haría -según él- lo contrario de todo lo bueno que hizo NK. Eugenio Zaffaroni no sabía que en sus departamentos funcionaban puticlubs... La lista es interminable, pero por lo menos tiene una abanderada, Hebe de Bonafini: ella no sabía nada de lo que hacían los Schoklender, no sabía nada de la mafia de los medicamentos y tampoco sabía nada del trabajo pastoral de Jorge Bergoglio. Ser incauta puede alcanzar extremos como el de darles el manejo de los negocios de la Fundación Madres de Plaza de Mayo a dos muchachos con muy buenos antecedentes (así como el Gobierno dio el manejo de fondos millonarios a unas ancianas sin experiencia inmobiliaria ni financiera), o el tomar la Catedral y usar el altar de baño, según la propia Bonafini contó. Y sin saber que su titular, el cardenal Jorge Bergoglio, apoyaba a los curas villeros, cosa que en el mundo binario y elemental de Bonafini alcanza para ponerlo súbitamente del lado de los buenos.
En esta década burda, una burda creatividad ha impuesto expresiones como vamos por todo, destituyente, concertación plural, borocotización, rulos, "fondos buitre", It' s too much, la corpo, transversalidad, candidaturas testimoniales, avanti morocha, bloguero K, medios hegemónicos, Nac & Pop, narcosocialismo, orgullito, todos y todas. Pero tiene una fuerza peculiar la expresión Nunca menos. Mendelevich la califica de eslogan que profana la frase Nunca más. El concepto completo es "nunca menos, ni un paso atrás". En la segunda parte, vibra la conocida exclamación revolucionaria. Pero el problema es que en la Argentina, se supone, no hay una revolución, sino una democracia. El kirchnerismo -sigue el autor- entiende este eslogan, inspirador de un candombe que hizo cumbre en Fútbol para todos, dentro de su anhelo de perpetuación. Un dirigente de La Cámpora explicó: "Lo logrado en estos ocho años es un piso, no un techo, y no podemos perder a manos de los enemigos del proyecto". Como el kirchnerismo incluye en la categoría enemigos del proyecto a los disidentes, el enunciado nunca menos rechaza la hipótesis de un cambio de los humores del electorado y siembra dudas sobre la aceptación de una futura alternancia.
Néstor Kirchner ya ofreció una muestra de la interpretación práctica del nunca menos en 2009, cuando perdió las elecciones del 28 de junio. El Gobierno negó haber sufrido la derrota y utilizó el Congreso saliente, antes del recambio del 10 de diciembre, para aprobar de apuro una serie de leyes importantes, como la ley de medios. Esa estrategia sugirió que ni aun la voluntad popular, que le había quitado al oficialismo el control de Diputados y había creado una virtual paridad de fuerzas en el Senado, inhibe la tendencia kirchnerista a imponer su estilo y sus ideas.
Entre lágrimas, risas y perplejidad, el repaso de esas 200 expresiones equivale a la puesta en escena de uno de los períodos más patéticos de nuestra historia.
© LA NACION.
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