lunes, 14 de septiembre de 2015

LACLAU, ERNESTO, El constitucionalismo busca mantener el poder conservador

Asi piensa el padre filosofico del cristinismo

El constitucionalismo busca mantener el poder conservador



Expone. Laclau, el viernes en Tecnópolis, auspiciado por la Secretaría de Cultura. |
Yo lo que quiero hacer es decir algo acerca de la democracia y las relaciones de representación. La cuestión de la representación creo que está en la base de muchos debates políticos que están teniendo lugar en la Argentina, por supuesto, pero también en otras partes del continente.
Generalmente, se contrapone el populismo al institucionalismo, y el institucionalismo se presenta como una serie de fórmulas estereotipadas y erráticas a través de las cuales se pretende crear caos permanente al proceso político. Yo quisiera que abordáramos la difusión de este problema de las instituciones, las formas democráticas de la política, de la movilización, desde un ángulo particular: el análisis de la relación representativa que está en la base de nuestras instituciones.
Debo decir, en primer lugar, que las instituciones no son nunca instituciones neutrales. Las instituciones son una cristalización de la relación de fuerza entre las mismas. Por tanto, todo proceso de cambio radical de la sociedad, como el que estamos viviendo en nuestro país, en el que nuevas fuerzas sociales empiezan a actuar en la arena histórica, necesariamente va a chocar en varios puntos con el odio institucional emergente. Pero no se trata solamente de decir, hay que poner de lado todo el orden institucional que trate de crear nuevas formas institucionales que corresponden a las fuerzas sociales que están madurando en nuestro país.
Por tanto, voy a comenzar analizando la estructura interna de la relación de representación, y ver si a través de este análisis algo se nos dice respecto a los cambios históricos que es necesario promover en nuestra sociedad.
La relación de representación ha tenido muy mala prensa en la teoría democrática. Comenzando por el mismo Rousseau, que pensaba que sólo hay una forma realmente democrática que es la democracia directa. La relación de representación él la veía como una amenaza a la democracia. El problema es que la democracia directa sólo se podía practicar en sociedades muy pequeñas, como la Ginebra de su tiempo, donde además no era totalmente democracia directa lo que existía, pero evidentemente Rousseau mismo reconocía que en los grandes estados de la Europa continental de su tiempo la relación de representación no podía eliminarse. Ahí es la primera línea de defensa de los antirrepresentativistas, que decían: “Está bien, la relación de representación no puede eliminarse, pero esa relación de representación tiene que ser una relación trasparente, es decir, una relación unilateral que vaya del representado al representante y la función del representante sería ser una simple correa de transmisión de una voluntad que se ha construido fuera de la presión de representación convocante”.
¿Es éste un panorama, una cultura adecuada de lo que ocurre en una relación representativa? Evidentemente no. Porque la función del representante no es simplemente la de transmitir una voluntad ya constituida, sino darle forma planteándola en organizaciones, en foros que son distintos de aquellos en los cuales la voluntad del representado le había constituido. Es decir, la relación de representación empieza a ser una relación de tipo doble: por un lado, el representado al representante, y eso es un aspecto esencial en una representación democrática, pero por el otro lado el papel del representante no es neutral sino que crea un discurso nuevo que acaba modificando y transformando la voluntad misma de aquellos que representa. Es decir que la relación de representación es un movimiento en dos direcciones: del representado al representante y del representante al representado.
Ahí vienen los antirrepresentativistas con un segundo tipo de argumento. Dicen: “Bueno, aceptemos que es una doble relación en dos sentidos la relación de representación, pero una representación va a ser tanto más democrática en la medida en que el primer movimiento, el movimiento de representados a representantes, predomina frente al segundo movimiento, de representantes a representados”.
¿Es verdad que esta primacía de la primera relación es la condición de una representación democrática? Mi respuesta es no en todos los casos. Depende de cómo esté constituida la voluntad del representante. Lo que los antirrepresentativistas parecen suponer es que hay una voluntad absolutamente constituida por parte del representado y que en todos los casos hay una transparencia a sí mismo de esa voluntad a ser representado. Esto no es así en todos los casos. Puede haber condiciones de marginalidad, puede haber condiciones de disgregación social, en la cual a través del proceso de representación es necesario constituir una voluntad popular.
Les doy un ejemplo. A principio del siglo XX, en el norte del Perú hubo una monopolización rápida de las celdas azucareras. Los monopolios destruyeron los circuitos de comercialización, socavaron las bases de las comunidades indígenas, rompieron la competencia y comenzó a haber una situación de marginalidad social creciente. Había mucha gente que estaba con las raíces a la intemperie. En esa situación, la función de los líderes populistas no consistía, simplemente, en representar intereses de los sectores populares sino en constituir esos mismos intereses. Lo que había que constituir era un interés y una voluntad y, en ese sentido, la condición es que la segunda división del movimiento del representante al representado tuviera una cierta primacía. Es cuando el primer aprismo, no el que tenemos hoy en día, surge en el norte del Perú, lo que después se va a llamar el sólido norte aprista. La función de esos líderes fue reconstituir una sociedad civil completamente desintegrada y tener que organizar todo: desde las bibliotecas populares hasta los clubes de fútbol, y de esa manera empiezan a crear un tejido institucional nuevo que va constituyendo también una voluntad colectiva de tipo nuevo.
Si ustedes piensan en las funciones de las misiones en la Venezuela actual, ven que a través de esta nueva politización de la acción de masas es como se va constituyendo esa voluntad. Es decir que los procesos de representación no son un segundo momento respecto a voluntades que los precede sino que las voluntades mismas se constituyen a través de una acción al interior de los procesos representativos.
Ahora bien, hay condiciones de representación más democráticas y condiciones de representación que no lo son. Lo primero que quiero afirmar, sin embargo, es que no hay nada que sea exterior al proceso de representación. Yendo más allá de las relaciones políticas, hablando del concepto de representación en general, dos filósofos contemporáneos, Jacques Derrida y Gilles Deleuze, han analizado la noción de representación. Ellos aparentemente dicen lo opuesto, yo creo que están diciendo exactamente lo mismo. Lo que dice Deleuze es que no hay una presentación originaria; como la representación tiene que ser algo que tiene que ser presentado a mí y no a esa presentación originaria, no hay relación de representación sino que se llama simulacro.
Derrida dice, aparentemente, lo contrario. Que como no hay presentaciones originarias, sólo hay movimientos en el proceso representativo. En realidad, yo creo que están diciendo exactamente lo mismo: están poniendo en cuestión la idea de un fundamento que escaparía a toda relación representativa. Esto es muy fácilmente extendible al cambio político que ha comenzado a haber ahora, pero tiene también muchas vetas filosóficas que, sin embargo, no voy a hacer en esta discusión.
Ahora, si nosotros pasamos de estas afirmaciones y pensamos que el proceso representativo es constitutivo de lo político, que la voluntad política sólo se constituye al interior de la representación y que la representación no tiene por qué ser representación parlamentaria, puede haber representación a distintos niveles en los que se constituye el poder social. Mencionamos las misiones en Venezuela antes, podíamos mencionar varios ejemplos de la revolución ciudadana en Ecuador, varios procesos argentinos que también han abrazado la misma dirección y ni que hablar del proceso boliviano, acerca del cual hemos escuchado referencias ayer.
Todo proceso, toda voluntad política, se constituye en el interior de la representación. Lo que esto implica lo podemos ver quizás en dos formas extremas y antitéticas también de la eliminación de lo político. La primera es la que encontramos en Hobbes. Hobbes dice: “Porque la sociedad civil es incapaz de darse ninguna forma, sólo la transferencia total de las decisiones comunitarias a un poder político que se subordina a la comunidad es capaz de asegurar el orden social”. O sea que el momento de la mediación política es totalmente eliminado. Pero también en Marx encontramos, por razones antitéticas, exactamente lo mismo. Para él, en una sociedad comunista va a haber una voluntad colectiva absolutamente homogénea y va a ser totalmente innecesaria la mediación política. La extinción del Estado es la fórmula que Marx daba a este tipo de argumentación.
Cuando pasamos a Gramsci, vemos que la relación representativa comienza a emerger; ya no se trata de la extinción del Estado, como en Marx, pero tampoco de transferir el momento de la universalidad al Estado como género, sino de un proceso que llamó hegemonía a través de la cual se constituía lo que él llamaba un Estado integral. Si nosotros pensamos en los procesos latinoamericanos actuales a la luz de las categorías de Estado integral gramscianas, yo creo que muchos aspectos de este proceso se ven con más claridad.
Creo que en Europa también –si vamos a pasar a nuevas formas políticas, nuevas formas estatales– es necesario decir que la eliminación de la clase política presente no lleva a la extinción de la política como tal. Uno de los problemas que yo veo en los movimientos de los indignados en España es que la transferencia de esa movilización a un proceso de transformación del Estado no existe. En la medida en que no existe, lleva a largo o mediano plazo a la disolución y disgregación de estos grupos. Es necesario capitalizar la voluntad colectiva, nueva, que se va formando a través de instituciones políticas. Esto no quiere decir que desaparezca la política y el Estado como tal. Al contrario. Vemos en Europa movimientos en Grecia, en Francia y en Alemania que están apuntando a nuevas formas de una política. Creo que leer la traducción marxista gramsciana desde distintas perspectivas de los problemas actuales es una tarea absolutamente urgente.
Nosotros tratamos de ver la estructuración de ese momento de la representación política. La fuerza representativa que empieza a crear un nuevo imaginario para la sociedad. Que no lo crea como Minerva, saliendo de la cabeza de Zeus, lo crea a través de unas energías, de un diálogo con movilizaciones sociales que ya está teniendo lugar, pero ese momento de la representación crea algo más. Ahí es donde yo quiero enlazar con algo que decía al comienzo: “Las instituciones no son neutrales”. La defensa del institucionalismo en nuestras sociedades frente al momento del populismo es simplemente una defensa de statu quo frente a un proyecto de cambio.
En América latina, por razones muy precisas, los Parlamentos han sido siempre las instituciones a través de las cuales el poder conservador se reconstituía, mientras que muchas veces un Poder Ejecutivo que  apela directamente a las masas frente a un mecanismo institucional que tiende a impedir procesos de la voluntad popular es mucho más democrático y representativo. Eso es lo que se está dando en América latina de una manera visible hoy día. O sea que detrás de toda la cháchara a cerca de la defensa del constitucionalismo, de lo que se está hablando es de mantener el poder conservador y de revertir los procesos de cambios que se están dando en nuestras sociedades.
Ahí creo que hay que hacer una referencia a dos peligros. En primer lugar, tenemos el peligro represental por las reducciones estatistas, que trata de plantear el campo de la lucha política como la lucha parlamentaria en el seno de las instituciones existentes, ignorando que hay nuevas fuerzas sociales que tienen que ir sectando formas institucionales propias que van a, necesariamente, cambiar el sistema institucional vigente. Este reduccionismo liberal de la lucha política, el régimen parlamentario en el seno de las instituciones parlamentarias, es uno de los dos peligros.
El segundo de los peligros es lo que yo llamaría la reducción ultralibertaria. Dice: “Hay que desentenderse enteramente del problema del Estado y crear puramente una democracia de base”. Esto ignora que muchas demandas democráticas surgen en el interior de los aparatos del Estado y de los sujetos que esos aparatos han creado y que, por tanto, cualquier tipo de cambio de proyecto, cambio radical, va a tener que cortar transversalmente el campo del Estado, el campo de la sociedad civil. Necesitamos una sociedad civil más politizada, pero al mismo tiempo necesitamos tener un Estado mucho más sensible a las demandas de esa sociedad. Eso es exactamente lo que Gramsci llamaba Estado integral. Una forma de Estado que tiene que ir constituyéndose a través de este conjunto de presiones, de crisis, de ruptura.
Todo este proceso, sin duda, presenta peligros a varios niveles. Evidentemente, la inversión alrededor de una figura líder tiene el peligro potencial de que esa figura líder se autonomice tanto respecto a aquellos que está representando que al final se corte el cordón umbilical que unía Estado con sociedad. Este peligro está allí, pero no creo que estemos muy cerca de sufrir en los países latinoamericanos; al contrario. Lo que se ha creado es una nueva relación, o se está creando una nueva relación, entre Estados y sociedad civil.
Por el otro lado, está el peligro que señalábamos antes, de una sociedad civil que se autonomice tanto respecto a la esfera estatal que sea incapaz de influir en los procesos políticos.
Este tipo de doble peligro existe, es inherente a la situación y la política consiste, justamente, en administrar esta tensión potencial y tratar de crear formas articulatorias, formas hegemónicas, que vayan permitiendo sortear estos dos peligros. Los peligros están allí, pero Lenin decía que “hacer política es siempre caminar entre precipicios”. Ese precipicio, creo que lo estamos sorteando bastante bien en nuestras sociedades y mi último deseo es que las sociedades europeas empiecen a latinoamericanizarse y a afrontar estos desafíos.
Ustedes me preguntan de los cacerolazos. Marx decía que la historia se da dos veces: una como tragedia y la otra como comedia. La tragedia, en este caso, fueron las movilizaciones del campo; ésta es una imitación de una imitación y fue simplemente una pantomima. Yo no creo que haya una articulación contrahegemónica con ninguna posibilidad de éxito a partir de pequeñas manifestaciones. Lo que hay que ver son otras cosas más importantes, que es donde se están dando los juegos hegemónicos reales. Es absolutamente central que la Ley de Medios se aplique regularmente el 7 de diciembre… Hasta ahora hemos ganado la mayor parte de las batallas. Hasta ahora hay una progresión, en el sentido del poder popular, que yo creo que se está afirmando y que va ir afirmándose en el futuro próximo. O sea que por una vez en la vida soy realmente optimista.

*Filósofo. Esta fue su exposición completa en el ciclo “Debates y combates” del viernes, en Tecnópolis, organizado por la Secretaría de Cultura. Laclau se niega a dar entrevistas a PERFIL.
(Producción: Silvina Márquez.)

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Roberto Gargarella, “El constitucionalismo conservador según Laclau”

En una nota publicada el domingo 14 de octubre en el Diario Perfil (que reproduce una exposición realizada en el ciclo “Debates y combates”), el filósofo Ernesto Laclau presenta y defiende una peculiar versión del constitucionalismo. Dicha versión encaja bien con el estado de cosas dominante (orden al que, obviamente, viene a justificar); y aparece contrapuesta a un mundo ancho e indeterminado, al que se engloba bajo la idea de “constitucionalismo conservador”. Como la posición de Laclau a la que he accedido combina errores, silencios y ocultamientos graves, quisiera referirme a ella con algún detalle.
Comenzaría mi análisis con un párrafo central a su presentación, en donde Laclau sostiene lo siguiente: “En América latina, por razones muy precisas, los Parlamentos han sido siempre las instituciones a través de las cuales el poder conservador se reconstituía, mientras que muchas veces un Poder Ejecutivo que apela directamente a las masas frente a un mecanismo institucional que tiende a impedir procesos de la voluntad popular es mucho más democrático y representativo. Eso es lo que se está dando en América latina de una manera visible hoy día.”
El párrafo citado es muy vago, ya que nos escamotea cuáles son las “razones muy precisas” de la crítica al Congreso, y cuáles las “muchas veces” del Ejecutivo democrático. Sin embargo, su problema no es tanto ése, como el de sugerirnos datos que no son ciertos. Lo que Laclau enuncia con contundencia es falso, a la luz de la historia latinoamericana, en donde, desde la independencia, y claramente durante casi todo el siglo XIX y buena parte del XX, el presidencialismo fuerte fue la solución (no eventual, sino) inequívocamente elegida y exigida por el autoritarismo militarista, católico y conservador.
El “Ejecutivo que apela directamente a las masas”, que entusiasma a Laclau, se tradujo –de modo no necesario pero sí demasiado habitual- en gobiernos poco democráticos, por lo general autoritarios en sus formas, políticamente conservadores y doctrinariamente católicos. Allí están los ejemplos del teócrata García Moreno en Ecuador o del líder autoritario Diego Portales en Chile, entre tantos otros, a comienzos de siglo XIX. Allí encontramos también a todos los duros adalides del modelo de “orden y progreso” de fines del siglo XIX (el general Roca en la Argentina; Rafael Núñez en Colombia; el general Rufino Barrios en Guatemala; el general Guzmán Blanco en Venezuela). En ese mismo registro podemos situar, además, a muchos de los gobernantes autoritarios del siglo xx (desde Porfirio Díaz en México, a comienzos del siglo, a Menem, Fujimori y Uribe –por tomar unos pocos casos- hacia el final). Frente a las evidencias que ofrece la historia latinoamericana, a Laclau no le basta con alegar que no siempre pero sí en ocasiones ha habido presidentes de otro tipo: ello no dejaría de señalar que es falsa la idea que él sugiere, y que nos invita a reconocer como regla, antes que como absoluta excepción, la existencia de presidentes muy poderosos, poco controlados, y a la vez más democráticos (aún tomando a “democráticos” como sinónimo de “emancipadores”).
Del mismo modo, y contra lo que Laclau sugiere con absoluta contundencia (“los Parlamentos han sido siempre las instituciones a través de las cuales el poder conservador se reconstituía”), el hecho es que “los Parlamentos” -creados por aquellos Ejecutivos autoritarios que apelaban directamente a las masas- fueron forjados desde el inicio, constitucionalmente, como instituciones opacas, débiles, vaciadas de poder efectivo. No sorprende entonces, por ejemplo, que en la Constitución de Chile de 1822, el Congreso allí diseñado se reúna sólo unos pocos días cada dos años; que en la del 33 (impulsada por Portales) lo haga sólo tres meses por año; que en la de Ecuador de 1869 (creada por García Moreno), el Congreso sesione sólo dos meses cada dos años; o que en las de Colombia de 1832 y 1843, el Congreso funcione sólo dos meses por año. Es decir, contra lo que afirma rotundamente Laclau, la historia política y constitucional latinoamericana nos dice que ha habido una fuerte correlación entre presidencialismos autoritarios y la forja –por esos mismos presidentes- de “Congresos de papel,” impotentes, privados de facultades, por completo inocuos.
En definitiva, los conocimientos que muestra Laclau en materia constitucional sorprenden por su falta de ajuste con la realidad. Ello, por supuesto, no es un problema –nadie tiene la obligación de ser experto en la materia- salvo que se invoquen argumentos constitucionales para fundar la propia polémica postura (postura que hoy implica, en Laclau, la defensa de un presidencialismo fuerte, poco controlado, y con reelección indefinida, cfr. http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-178005-2011-10-02.html).
Laclau podrá decir que las cosas han cambiado en las últimas décadas, y que la mayoría de mis ejemplos se refieren a tiempos remotos. Pero si alega esto la evidencia otra vez va a resultarle esquiva, porque –también, sino especialmente- en los últimos años, los autoritarios Ejecutivos latinoamericanos han seguido trabajando para fortalecer su propio poder a expensas de “los Parlamentos” por él anatemizados. Los poderosos Ejecutivos regionales han hecho todo lo que estaba a su alcance para doblegarlos: a esos Congresos han buscado sobrepasarlos de distintas maneras, a veces cooptándolos, a veces sometiéndolos, a veces ignorándolos, y muchas otras veces a través de creaciones legales y constitucionales como la delegación de facultades legislativas; las “leyes marco”; los decretos de necesidad y urgencia; la doctrina de las “cuestiones políticas no justiciables”; los poderes de emergencia o (en los casos más patológicos, creaciones tales como las) “candidaturas testimoniales.”
Laclau concluye su poco ilustrado paseo por el parlamentarismo conservador sosteniendo que “detrás de toda la cháchara acerca de la defensa del constitucionalismo, de lo que se está hablando es de mantener el poder conservador y de revertir los procesos de cambios que se están dando en nuestras sociedades.”
Poco de lo que sugiere, en verdad, parece estar en juego. Ante todo, si lo que Laclau pretende es ridiculizar las iniciativas parlamentaristas que circulan en el país, habrá que avisarle que las mismas se originan hoy, casi exclusivamente, en círculos cercanos al kirchnerismo (ver, por caso, los trabajos del juez Zaffaroni sobre el tema). Si, en cambio, lo que pretende es desmerecer los esfuerzos realizados por parte de las fuerzas de oposición por recuperar los controles sobre el poder, habrá que decirle que esa ha sido la reacción constitucional habitual (aquí sí podemos hablar de “siempre”), en toda Latinoamérica, luego de gobiernos dictatoriales y autoritarios. De eso se trató la unánime recuperación de la (tradicionalmente denostada y menospreciada) categoría de los “derechos humanos,” luego de la última oleada de gobiernos autoritarios.
Por lo demás, convendrá recordarle a Laclau que, frente al tipo de constitucionalismo verticalista que él defiende, Latinoamérica ha conocido una vertiente republicana/radical de constitucionalismo, alimentada del radicalismo político del siglo XVIII y XIX. Dicha concepción vino a pedirle al constitucionalismo (no más poder para las viejas oligarquías, sino) más poder popular, para recuperar la capacidad de decisión y control colectivos, sobre la autoridad propia de los que ejercen coyunturalmente el poder. Todavía hoy, fortalecer esa capacidad popular implica democratizar al poder, y toda iniciativa destinada a democratizar al poder implica derruir el presidencialismo. Este tipo de iniciativas destinadas no a moderar sino a acabar con el presidencialismo, estuvieron claras para el radicalismo político latinoamericano, desde comienzos del siglo XIX. Sus referentes (pienso en izquierdistas como Francisco Bilbao y Santiago Arcos, en radicales como Murillo Toro, en anarquistas como Recabarren en Chile o González Prada en Perú) supieron reconocer, desde temprano, que la democracia política por la que abogaban implicaba asumir una postura no complaciente sino directamente confrontativa con la autoridad presidencial concentrada.
En la actualidad, la postura que en lo personal me interesa, y que propone confrontar con el presidencialismo, no nos invita a abrazarnos entonces a la alternativa parlamentarista, como sugiere la anodina ciencia política de los 80. Por el contrario, lo que propone es agujerear al sistema representativo actual, tendiendo múltiples puentes (hoy todos bombardeados desde el poder) entre ciudadanos y decisores. El poder debe volver a la ciudadanía, la misma a quien se le prometiera ese poder, y a quien impunemente se le expropiara. El poder debe salir del lugar en donde hoy nuestras desigualitarias sociedades lo han concentrado: el lugar de las grandes empresas y el poder político centralizado y autonomizado.
Por supuesto, ese presidencialismo discrecional puede actuar de modos muy diversos: puede ayudar a construir el Estado Social, como ocurrió a veces, o puede liderar su desmantelamiento, como ocurrió a finales de los 80. En tal sentido, conviene no olvidar que Fujimori, Menem, Collor de Melo o Uribe son perfectos representantes del modelo del Ejecutivo “que apela directamente a las masas.” Silenciar esa información, u ocultarla, es parte del problema que se analiza.
Laclau no es ingenuo al respecto, pero tampoco parece sincero en su argumentación. Él reconoce que de su defensa de un presidencialismo concentrado y de elección indefinida se desprenden riesgos serios, pero nos oculta información acerca de sus implicaciones efectivas. Sostiene Laclau:
“En primer lugar, tenemos el peligro representado por las reducciones estatistas, que trata de plantear el campo de la lucha política como la lucha parlamentaria en el seno de las instituciones existentes, ignorando que hay nuevas fuerzas sociales que tienen que ir sectando formas institucionales propias que van a, necesariamente, cambiar el sistema institucional vigente. Este reduccionismo liberal de la lucha política, el régimen parlamentario en el seno de las instituciones parlamentarias, es uno de los dos peligros. El segundo de los peligros es lo que yo llamaría la reducción ultralibertaria. Dice que hay que desentenderse enteramente del problema del Estado y crear puramente una democracia de base. Esto ignora que muchas demandas democráticas surgen en el interior de los aparatos del Estado y de los sujetos que esos aparatos han creado y que, por tanto, cualquier tipo de cambio de proyecto, cambio radical, va a tener que cortar transversalmente el campo del Estado, el campo de la sociedad civil.”
Notablemente, peligros como los que él señala son ajenos a las tradiciones radical-republicanas que aquí reivindico, y en cambio muy propios de la política kirchnerista que él sostiene. Para el kirchnerismo (y no hay una, sino decenas de declaraciones presidenciales en el sentido que voy a indicar) la lucha política sólo se concibe a partir de una regla como la siguiente: “si no les gusta lo que hacemos y quieren disputar las soluciones que proponemos, formen su propio partido político y gánennos las próximas elecciones”.
Aquí reside entonces la trampa del argumento que se nos daba: Laclau oculta que la respuesta presidencial a piqueteros rebeldes, movimientos sociales críticos, caceroleros o grupos indigenistas ha sido siempre, recurrentemente, de modo central, exactamente, la que él objeta: la del reduccionismo liberal más reaccionario. En su condición de consejero presidencial, Laclau haría bien en advertirle a la presidencia (no digo ahora, pero tal vez sí en un futuro viaje al país) las indeseables implicaciones que se derivan de asumir como propia, cotidianamente, esa fea postura liberal, reduccionista y reaccionaria.
La dificultad en juego en el planteo de Laclau es todavía más seria que la señalada, porque el filósofo parece no decidido a ver lo que tiene frente a sus ojos. Denuncia, entonces, como riesgos hipotéticos del presidencialismo exagerado que defiende, lo que son sus realidades actuales, pero al advertirlo se apresura a decir que en nuestra práctica no hay rastros de aquellos males de los que su teoría nos advierte.
Sostiene Laclau: “Evidentemente, la inversión alrededor de una figura líder tiene el peligro potencial de que esa figura líder se autonomice tanto respecto a aquellos que está representando que al final se corte el cordón umbilical que unía Estado con sociedad. Este peligro está allí, pero no creo que estemos muy cerca de sufrir en los países latinoamericanos; al contrario. Lo que se ha creado es una nueva relación, o se está creando una nueva relación, entre Estados y sociedad civil.” De lo que se trata, agrega, es de “administrar esta tensión potencial y tratar de crear formas articulatorias, formas hegemónicas, que vayan permitiendo sortear (este tipo de) peligros”.
Al respecto, lamentablemente, habrá que decirle a Laclau que no se apresure a huir de su propio argumento. El hecho es que, gracias al tipo de políticos y políticas que él favorece, la figura presidencial se ha autonomizado ya, y lo que es peor, dicha situación no favorece primordialmente al pueblo sino a los grandes grupos empresarios (desde la Barrick Gold a Cristóbal López o Monsanto), que ahora tienen el camino allanado. Para satisfacer sus intereses, les basta con presionar más sobre aquella figura a quien ellos (y no el pueblo) tienen llegada privilegiada y exclusiva. A veces les irá mal, muchas otras bien: para ellos, de lo que se trata es de seguir probando, de seguir mejorando las propuestas de colaboración con el poder. Penosamente, no es la misma la situación de desempleados, trabajadores en negro, obreros precarizados, campesinos expulsados con violencia de sus tierras, pueblos originarios maltratados. La autonomización que teme Laclau, justamente, es la que explica por qué es que el pueblo (sobre todo, la significativa parte del pueblo que, aún simpatizando con partes de la gestión de la presidencia, también la critica, en forma parcial o más completa) no encuentra ni obtiene nunca la posibilidad de interpelar directamente a la figura del Ejecutivo –insisto, nunca. La presidencia no recibe a grupos de jubilados con críticas en la mano; a piqueteros decididos a hacer conocer sus reclamos; a caceroleros inquietos; a molestos líderes de movimientos sociales; a caciques de grupos indígenas reclamando por las tierras que les han sacado (todos ellos –que me lo desmientan con datos- sólo pueden ser recibidos si su objetivo es escuchar, aplaudir o aprobar alguna política ya fijada de antemano). Los grandes empresarios (o figuras del show business) en cambio, se reúnen a dialogar con la Presidenta cuando ella –como lo hace frecuentemente- los convoca a su lado.
La autonomización presidencial explica la discrecionalidad a la que nos hemos acostumbrado (cada día el pueblo se desayuna con novedades que desconocía y lo sorprenden), que simplemente radicalizan el estilo de decisión “en secreto y por sorpresa” que cultivaba el presidente Menem. Y la preferencia por recibir a empresarios antes que a piqueteros o jubilados o representantes de otros críticos grupos postergados ilustra, diría que sin fallas, los contenidos de las políticas presidenciales. Así, por caso, las preferencias por los bonistas, antes que por los jubilados; la sensibilidad hacia los intereses de las empresas megamineras, antes que hacia los asambleístas que protestan contra ellas; las iniciativas de ley sobre accidentes de trabajo, dedicadas a los empresarios antes que a los accidentados; el completo desinterés por los derechos de aquellos que trabajan en negro o en condiciones precarias; una política de medios que pretende trocar a un poderoso grupo empresario por otro, de currículum menos extenso que su prontuario; la inexistencia, en la política oficial, de preocupaciones serias por los derechos de los pueblos originarios; la sistemática negativa a cumplir con los fallos de la Corte que le obligan a incrementar los pagos a los jubilados (en lugar de forzarlos a pelear por sus derechos, a su edad y con la fuerza que no tienen, desde Tribunales). No se trata de que no haya medidas virtuosas. Se trata de la cantidad de medidas reaccionarias e inconstitucionales que, desde hace años, se han estabilizado, y frente a las cuales el poder no quiere estar ni siquiera informado -por eso miente todas las cifras, por eso a tales reclamos no quiere escucharlos. Estos problemas, cruciales para cualquier versión emancipadora del constitucionalismo, desaparecen frente a los ojos del constitucionalismo oficial. Al respecto, lo mismo que vale para la presidencia vale para Laclau: deficiencias políticas y legales como las señaladas, lamentablemente, de lejos no se ven bien, no se entienden, no van a solucionarse.
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